En mi primera expedición a buscar una tienda de estambres, me encontré con una calle muy linda: está adoquinada, es sólo peatonal y tiene esparcidas bancas de metal. En esas bancas, en las sillas que cada una lleva e incluso en el suelo, se reúnen grupos de tejedoras. La gran mayoría son señoras de más de cuarenta años, pero me ha tocado ver niñas, jóvenes y uno que otro hombre (algunos sólo esperando y otros con agujas o ganchos en sus manos).
Cada vez que voy a comprar estambre, trato de pasar por esa calle, es como un remanso de paz para mí, me pone de buenas y me hace sonreír. No importa si es día festivo, si hay una manifestación, una peregrinación o un evento masivo en los alrededores, las tejedoras están ahí, incólumes.
Las tejedoras se reúnen en varios tipos de grupos: las que siguen a una maestra que les ayuda con la labor que hacen en ese momento o con dudas específicas, las que tejen los mismos proyectos (pantuflas, bufandas, blusas) y las que están tejiendo sus productos para venderlos (aunque creo que todas estarían dispuestas a vender lo que tejen, no todas lo exhiben como mercancía: hay que preguntarles).
Además hay todo tipo de maestras: las que están dentro de las tiendas y que reciben un sueldo, las que tienen una tarifa por cada tipo de enseñanza (haer una muestra de una puntada, resolver una duda, ayudar a rescatar puntos), las que no tienen tarifa fija y confían en la buena voluntad de quien se acerca y las que no cobran.
En ese sentido, el cobrar, me parecen un buen ejemplo de que es necesario valorar el trabajo manual y ponerle un precio: esperar que se valore el resultado es muy arriesgado.